domingo, 26 de abril de 2009
Falleció Sixto Palavecino
Sixto Palavecino,
Un hombre que enseñó a sus paisanos de santiago del Estero a amar y preservar el quechua, como lengua ancestral.
Murió don Sixto Palavecino, poeta, cantante y, sobre todo, "violinisto"
Salavina. Tenía una manera de decirlo, don Sixto, que hacía que ese nombre sonara especial. Allí, en el sur de Santiago del Estero, pegadito a Atamisqui, había nacido, el 28 de marzo de 1915, en una casa del paraje de Barrancas. "Una población mínima, ranchos. Monte". Así describía su lugar. El primero en el que vivió. Zona de músicos. Desde su abuelo, el Tata Martín, guitarrero, que llegó a los 120, hasta sus hermanos, que tocaban el violín y la guitarra. Padre no había. Y la escuela llegaba a tercero. Tampoco había más. Y en esa tierra que destilaba melodías, un mandato que Sixto no respetó. "No te voy a permitir que aprendas a tocar música. Mañana serás un borracho". La voz de su madre, Petronila, retumbaba en su cabeza, mientras escondido, de rodillas, bajo una frazada, probaba y probaba. Eso sí, "suavecito". Hasta que lo descubrieron. "Qué sabés vos?", lo desafiaron. Y entonces tocó. "Y desde ese día me permitieron", contaba el hombre, muchos años después. Desde entonces, el violín sería su compañero de ruta más fiel. Aunque durante 54 años compartió esa exclusividad con Argelia del Carmen. "Parte de mi vida, Argelia, fiel compañera, mi amada", le cantaba en su adiós, cuando su esposa acudía al "reclamo de Dios".
Alternaba su oficio de músico, en los rezabailes, en las fiestas, con su bolichito, que creció a almacén de ramos generales. Un conjunto primero, otro después. Mientras el hombre se internaba en el monte y se acostaba, ponía su guitarra sobre su pecho, y esperaba que el duende (o el diablo) apareciera. "Se decía que había que hacer eso para aprender música", contaba Sixto en alguna entrevista de 1975, cuando Buenos Aires ya era parte de su vida.
Hubo una peluquería, que heredó de Faustino, su hermano mayor. Y que mantuvo mientras más y más la música se metía en su vida. O al revés. También una pizzería, en Villa Ballester, que apenas resistió seis meses, por los primeros '60. Y hubo que ponerse a tocar. "Entre el 65 y el 69 empezamos a grabar", recordaba, don Sixto. "Tres dobles". Pero las chicas, sus chicas, dejaron de cantar y hubo un momento de silencio. O casi. Porque la peluquería era sala de ensayo, centro cultural. Y, también, un espacio en el que el quechua era reivindicado y arrancado de la vergüenza. "Mucha gente pensaba que era algo atrasado. Yo les decía que no me interesaba que no lo tuvieran en cuenta, que mi vida era mi familia, mi idioma, la música y el canto", confesaría unos años atrás, cuando ya el violín había dejado de sonar. Nacían los '80. León Gieco construía "De Ushuaia a La Quiaca", y en ese trabajo de mapeo musical, el rockero lo buscó hasta encontrarlo. Y Don Sixto entró en la Capital de su mano, con el quechua como bandera.
Era músico, pero también transmisor de una cultura, de una cosmovisión que no restaba. Aparecía en los escenarios y el aplauso lo envolvía. Como años más tarde el olvido. Cumplió sus 94 y los festejó junto a sus hijos y sus más de 20 nietos y bisnietos, en su casa del barrio Almirante Brown, en el acceso norte de la capital santiagueña. Poco tiempo atrás, sus colegas lo homenajearon en el Festival de la Chacarera, en La Banda. Y hubo aplausos. Como antes.
http://www.clarin.com/diario/2009/04/25/um/m-01905589.htm
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